La carta de los obispos.
Manfred Nolte
‘Una economía al servicio de las personas’ es el título de la reciente carta de los Obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria dirigida al conjunto de fieles e instituciones, tanto de iniciativa social como pública, que forman nuestro entramado social(www.bizkeliza.org).
El tema abordado es “la aguda crisis que estamos padeciendo”, las “situaciones graves de pobreza y exclusión social entre nosotros”, que impulsan a la jerarquía diocesana a asumir su responsabilidad.
Los autores no pretenden realizar un sesudo ejercicio de investigación ni adentrase en el laberinto de las controversias teóricas. “Nuestro deseo es comprender los hechos de manera adecuada, leerlos a la luz de la fe”, proponiendo los cambios necesarios para que la realidad económica esté al servicio de “toda la persona y todas las personas”, ofreciendo su propia respuesta solidaria.
El propósito de estas líneas es triple. En primer lugar aplaudir la iniciativa en sus términos más generales y convenir en la descripción de los hechos descritos. En segundo enmarcarla en las líneas de pensamiento y de acción globales sobre la promoción del desarrollo. En tercero y último constatar la feliz convergencia de éticas y religiones en la persecución del ‘bien común’.
Pudiera haberlo sido, pero el texto publicado por los Prelados es lo más alejado de una fácil proclama panfletaria. Aunque la infundada modestia de sus redactores alude a la renuncia al rigor científico o a la aportación de soluciones técnicas o políticas, su lectura nos descubre unos amanuenses perfectamente documentados, que siguen paso a paso la génesis de una crisis de indiscutible origen bancario y estadounidense, que se desparrama por el planeta generando una cadena de horrores en el plano de la economía real, y luego de la presupuestaria, alimentaria y energética. La carta aventura que “esta crisis se ha producido por una combinación de desenfoques teóricos, errores técnicos y faltas éticas”. Aludiendo a un número de carencias básicas sobre la que se asienta, destaca las doctrinas sobre los mecanismos autorreguladores del mercado, la ausencia de una autoridad monetaria global, y “la carencia ética, sin la que esta crisis no se habría producido del modo como lo ha hecho.” Difícilmente encontraremos estudioso alguno de la fenomenología de esta ‘gran crisis’ que disienta siquiera en parte de estas proposiciones.
Una segunda consideración recuerda que la más alta y emblemática representación de la sociedad civil –la de mayor ambición democrática- se alberga en la Institución de Naciones Unidas. En ella convergen lo mejor de las aspiraciones de la inmensa mayoría de países y de sus ciudadanos y es Naciones Unidas la que ha producido hitos insólitos como su ‘Declaración de Derechos humanos’ y una serie de cuerpos doctrinales concomitantes.
Pues bien, el acervo doctrinal sobre promoción del desarrollo de Naciones Unidas que nace en el ‘Consenso de Monterrey (2002),pasa por la ‘Declaración de Doha’(2008) y se rubrica en la ‘Conferencia sobre la crisis financiera y económica mundial y sus efectos en el desarrollo’(2009), responde a una inspiración mimética de la recogida en los valores de la pastoral de Obispos y en general en la doctrina social cristiana , tales como “el bien común, el destino universal de los bienes, la subsidiariedad, la participación, y la solidaridad” . Basta recordar que Naciones Unidas ha tipificado como un derecho humano el ‘derecho al desarrollo’, que emana directamente del artículo 28 de la ‘Declaración Universal’.
Cuando la carta manifiesta que “estos principios se ordenan a la consecución y preservación de los valores de la vida social, inherentes a la dignidad humana: la verdad, la libertad, la justicia, la paz…” estamos escuchando a una larga lista de vanguardistas de la sociedad civil, encabezados por líderes como los nobel Stiglitz o Sen, entre muchos otros.
El tercer y último punto constata que ,si bien el diagnóstico y las terapias propuestas por las organizaciones civiles y la doctrina social de la Iglesia son abrumadoramente convergentes, varía esencialmente su objeto material, esto es, el ángulo de interpretación de una misma realidad, aunque no su diagnóstico ni su prescripción terapéutica.
La carta de los Pastores diocesanos es una aproximación aquí y ahora de los grandes postulados recogidos en la doctrina social de los Obispos de Roma. Para su correcta interpretación debemos remitirnos a su carácter pastoral y trascendente. No escuchamos tan solo una llamada a la reforma social, sino la voz de la sociedad eclesial que acude a las últimas raíces de la fe para auspiciar las coordenadas morales de los mercados.
El distinto prisma antropológico y teológico en nada obstaculiza la hermandad de las conclusiones. Éticas y religiones deben darse la mano para ser más flexiblemente interpretadas y más libremente compartidas. Pero de su convergencia brota un haz de luz esperanzador para los más desfavorecidos.
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