G20: ¿Hacia una nueva ‘lex bancaria’?
Manfred Nolte
Entre los candentes temas incluidos en la próxima agenda del G20 en Seúl, dos se refieren a la profesión bancaria. Ambos, y sus correspondientes líneas de acción, aspiran a estabilizar primero y prevenir después los fracasos corporativos o sistémicos del sector.
La actualidad del asunto se redobla cuando voces de las más altas instancias internacionales, desde la FED estadounidense al Banco Central Europeo, la Unión Europea o el FMI , coinciden en alertar que la crisis instalada en esta cardinal parcela de la economía dista mucho de estar superada.
Como es sabido, las propuestas giran en torno a una más severa regulación de la capitalización de las entidades y/o a su sometimiento a nuevas figuras fiscales.
En relación a la regulación prudencial, en setiembre de 2010, el ‘Comité de Supervisión bancaria de Basilea’ presentó un cuerpo de nuevas reglas proponiendo definiciones estrictas del capital de los bancos, la introducción de un ratio de apalancamiento y provisiones que actuasen de amortiguadores anticíclicos. El proyecto, de ser asumido, se implementará gradualmente a lo largo de seis años a partir de enero de 2013. Las recomendaciones del ‘Comité de Supervisión’ se trasladarán al pleno del G20 en Seúl junto a otras del ‘Consejo de Estabilidad Financiera’ acerca de las ‘Instituciones Financieras de relevancia sistémica’.
En lo que se refiere a nuevos impuestos, su mentor es el FMI quien sugiere varias alternativas de gravar al sistema financiero para que ‘contribuya justamente a la resolución de la crisis’, bien en forma de una tasa sobre el valor añadido generado por la industria, sobre sus pasivos bancarios velando por la correcta y congruente financiación del balance o incluso sobre el granel de sus transacciones financieras.
Lo anterior representaría el colofón exitoso de una reforma perseguida por la comunidad de países durante los últimos dos años, si no fuera porque tras ella se oculta la trampa de unas medidas procíclicas, esto es, que contribuyen a reforzar la perniciosa inercia de la coyuntura. En efecto: el Comité de Basilea fija los requerimientos de capital como un cociente entre capital y activos, posibilitando a los bancos la opción de incrementar dicho cociente no mediante la inyección de nuevo capital sino reduciendo su cartera de créditos y disminuyendo sus cifra de balance. Pero actuando así, son consumidores y empresas quienes corren con el coste de las reformas planteadas.
Prominentes ejecutivos bancarios han asignado a ‘Basilea III’ un efecto debilitador de la frágil recuperación económica. El ‘Lobby’ del sector, el ‘Instituto de Finanzas Internacionales’ ha aventurado que la nueva normativa podría reducir el crecimiento del PIB del G3 en tres puntos porcentuales. Y uno de sus más firmes detractores, el gobernador del Banco de Canadá, Mark Carney, ha cifrado en 13 billones de dólares el impacto de las medidas en la economías del G20.
Lamentablemente, cuantificaciones aparte, no solo cabe dar la razón a la representación sectorial en lo que hace a los nocivos efectos secundarios de las iniciativas propuestas sino que además resulta más que cuestionable que Basilea III sea capaz de prevenir una nueva crisis financiera.
Al margen de que las reglas ignoran las diferentes características y necesidades de la actividad bancaria en los países menos desarrollados, el planteamiento de base resulta asombrosamente simplista: elaborar mecanismos de resolución exigiendo a los gestores crear las correspondientes reservas microprudenciales para responder ante terceros en caso de siniestro, sin entrar en el tema de fondo de una acción normativa que prevenga del peligro potencial que determinadas operativas erróneas o aun fraudulentas puede acarrear a la propia entidad y a su radio de alcance sistémico.
De forma tímida, la ley Dodd-Frank, y en particular la llamada ‘regla Volcker’ han apuntado en la dirección acertada. La norma americana, limita en las entidades bancarias ‘comerciales’ determinadas prácticas como, por ejemplo, la negociación de divisas y otros activos a muy corto plazo (‘proprietary Trading’), así como la gestión de ‘hedge funds’ especulativos o la actividad de capital riesgo. Aparcando estos productos de escasa o nula utilidad social cabría liberar recursos de capitalización que redunden en mayores flujos de crédito en beneficio de la economía real.
Lo deseable y urgente sería, en consecuencia, que el G20 variase el rumbo hacia la definición de una nueva ´lex bancaria’ global. Una, en la que la supervisión normativa prime sobre una mera regulación aritmética, en aras de unas finanzas concebidas al servicio de la economía productiva.
La configuración actual de amplios segmentos de la Banca universal contiene tales ingredientes de disfuncionalidad, ineficiencia y riesgo, que los líderes del planeta harían bien en promover este tipo de alternativas.
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