Manfred Nolte
La admisión de una “segunda mejor alternativa” (“second best”) es un juicio inteligente a la vez que obligado. No acoge la propuesta por su perfección , lo que la confiere una conveniente modestia. Pero al mismo tiempo huye del inmovilismo asumiendo que otras alternativas son aun menos beneficiosas. El “second best” se acomete necesariamente por ser la acción válida menos mala.
Lo anterior puede aplicarse al perenne debate sobre la valoración del libre mercado. No es óptima aunque probadamente mejor que la de aquellas otras opciones que han propugnado hasta la fecha su derrocamiento y desguace. Aun así, ¿debemos rebajar la gravedad de los hechos y esquivar el reconocimiento general de que el sistema vigente necesita ser reinventado?
Veinte años después de la caída del muro de Berlín y el colapso del comunismo, el mundo camina rumbo a dos formas económicas de organización básicamente diferente: el capitalismo internacional y el capitalismo de estado. El primero, representado por los países occidentales está seriamente dañado y ha debido someterse a un intervencionismo espectacular tanto en el sector financiero con rescates directos y masivas inyecciones de liquidez, como en el real a través de descomunales programas de apoyo fiscal. El segundo, simbolizado por China, está simplemente al alza. Ambos navíos se cruzan silenciosamente en la noche.¿Existen pistas suficientes para intuir la resultante de estos movimientos tectónicos?
La crisis occidental ha puesto en evidencia la incapacidad del kit económico tradicional para interpretar la dinámica disruptiva del ciclo. Kenneth Rogoff en su reciente libro “Esta vez es diferente: Ocho siglos de locura financiera”, atribuye por partes iguales a la arrogancia y a la impotencia la causa de los cientos de crisis analizadas empíricamente en 66 países a lo largo de ochocientos años. Políticos y agentes económicos han ignorado una miríada de experiencias históricas reduciendo la realidad a unas recetas tan estéticas como inoperantes. Paul Krugman ha argumentado que “los economistas han confundido la belleza, encapsulada en unas matemáticas deslumbrantes, con la verdad”.
Durante décadas se ha sostenido el carácter equilibrante de los mercados. Si precios y salarios son totalmente flexibles, los recursos se situarán en su pleno empleo de tal manera que cualquier shock en el sistema ajustará inmediatamente ambas variables a la situación resultante.
La hipótesis de los “mercados eficientes”, según la cual estos valoran las transacciones en cada instante con total precisión, se ha desplomado como consecuencia de la crisis financiera. El propio Alan Greenspan, ex Presidente de la Reserva Federal ha confesado que frente a la trágica elocuencia de la realidad “todo mi edificio intelectual ha quedado derruido”.
Si los mercados son perfectamente eficientes-se argumenta-entonces los errores surgen de políticas económicas inadecuadas, visión manifiestamente contradictoria ya que si los participantes en el mercado son plenamente racionales y están perfectamente informados no podrán dejar de reaccionar ante la incapacidad o la imprudencia de los gobernantes.
La razón básica de la ineficiencia radica en la probada irracionalidad de los operadores y en la asimetría de la información. En particular, esto último atenta al código genético del capitalismo liberal donde, desde Adam Smith, la ausencia de posiciones dominantes es una de las reglas básicas de juego.
Precisamente la hipótesis en la que se asientan los pretendidos mercados eficientes es que todo el mundo posee una información perfecta y que, en consecuencia, los precios expresan certeramente el valor de los productos ofertados. Pero todos sabemos que a la hora de intercambiar bienes y servicios unos saben mas que otros y también tienen mas que ganar. En todo trueque la información es poder. Sin transparencia, la información organiza y acumula el privilegio .
Finalmente, si todas las personas fueran perfectamente racionales y los mercados totalmente eficientes se llegaría a la esperpéntica conclusión de que, en nuestro entorno actual, el desempleo es voluntario y la recesión deseable.
Rebajadas las excelencias del mercado, la “segunda mejor alternativa” parece caer por su propio peso: frente a ineficiencia, regulación. Frente a clubs de privilegios, reglas impuestas de juego.
Ello no debe evitar el rescatar viejas actitudes, como la de la moderación, huyendo de la diabólica ley del péndulo. No sea que erijamos en intérprete único de las acciones económicas a un Estado al que tan solo ayer reputábamos como el autor de todas los males, y hagamos peligrar, de rechazo, valores democráticos irrenunciables.
Una regulación excesiva puede estrangular el crecimiento global durante décadas pero si la regulación es laxa o inexistente, como lo ha sido en el pasado cercano, puede volver a incubar al monstruo que el sistema ha demostrado albergar en sus entrañas.
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