En el “Best-Seller” mundial titulado “Espíritus animales”, su autor, el Nobel George Akerlof destaca a la confianza como uno de los espíritus primarios que promueven la actividad económica y sin la cual cualquier tentativa de reanimación del cuerpo social está condenada al fracaso.
Pues bien, el emplazamiento actual del sistema financiero no goza del imprescindible clima de credibilidad que permita favorecer una salida estable de la recesión.
Tres argumentos sustentan este enunciado.
De una parte, la cifra de entidades de crédito que sigue confrontándose a urgentes reestructuraciones cuando no a procedimientos de quiebra y liquidación: bancos de todas las tallas, en un goteo que parece no tener término, fruto en gran medida del aumento de una morosidad inducida por el derrumbe de la economía real. Por otra, la penosa evidencia del valor razonable de un gran número de activos bancarios, lejano al que aparece en sus libros y que está obligando a los supervisores a su segregación, en ocasiones en un “Banco malo” con apoyo o titularidad publica. Finalmente la tímida o inexistente expansión del crédito: no fluyen los fondos porque las entidades prosiguen su senda de desapalancamiento, en un marco generalizado de cautela y suspicacia tanto respecto de las empresas –Dubai World es el último exponente- como de sus colegas de profesión.
Los operadores financieros captan los depósitos de las economías domesticas y las redistribuyen en forma de créditos al mercado para financiar los proyectos de las empresas. El depositante traslada custodia y riesgo al banquero, quien las asume a cambio de una remuneración adecuada. Por esta triple razón de tutela, canalización dineraria e intermediación del riesgo, los mercados financieros son indispensables para la economía de mercado.
Pero esta conclusión de carácter general admite un amplio repertorio de posibilidades en la manera en la que el mercado rinde este servicio. Los atributos de unos bazares financieros descentralizados sujetos a cánones autoregulatorios han mostrado sobradamente a través de las gravísimas consecuencias de la crisis no jugar adecuadamente el papel neutral y equilibrante de la intermediación.
¿Qué rasgos deben acompañar a una reforma regulatoria que propicien el desarrollo de un sistema financiero mas seguro y estable?
Parecería comprensible –aunque desaconsejable- una reacción contundente, una respuesta de efecto boomerang que atenazase la musculatura del gigante financiero, impidiéndole nuevos movimientos de futuro. Ello podría ir acompañado de la correspondiente sanción pecuniaria, sea por culpabilidad o mera responsabilidad: “el que desestabiliza paga”.
Cada vez se escucha con mayor determinación al coro de voces que promueve esta segunda opción de la mano de una “tasa sobre las transacciones financieras”, creando así un vasto fondo de estabilización para cuyo destino se ofrecen por el momento variados postulados, muchos de ellos contradictorios.
Aparcando la irónica paradoja implícita en el hecho de que los equipos de expertos que aconsejan a reguladores y supervisores son aquellos mismos que han conducido al mercado a la debacle, las propuestas de reforma se adivinan entre dos extremos: uno que asfixie al sistema con sus excesos normativos abortando cualquier proceso de innovación y otro cuyos contornos sean tan tímidos y tardíos que dejen el marco inalterado una vez que la economía haya vuelto a su senda de crecimiento.
Las apocadas y embrionarias propuestas de reforma delineadas por el Consejo de Estabilidad Financiera se dirigen fundamentalmente a reforzar los requerimientos de capital de la entidades, articulando nuevos métodos que estimulen la diligencia del sistema de supervisión. Ello conjugado con la reforma de las prácticas de compensación, el aumento de la transparencia, los topes para el apalancamiento y el freno de la autonomía y el riesgo moral del que gozan pasmosamente las entidades “demasiado grandes para quebrar”. Finalmente se alude al refuerzo de la coordinación internacional, con ascendiente adecuado para la resolución de conflictos.
Todas ellas resultan coherentes con la superación de yerros pasados. Pero, sobre todas las cosas, y en ausencia de grandes manifestaciones de compunción, la reforma debería fortalecer un parámetro que agregue a la garantía sistémica una rotunda cobertura moral: la minuciosa segmentación de los productos bancarios en función de su valor social, favoreciendo aquellos cuyo valor sea alto y penalizando hasta su exclusión aquellos de dudoso o nulo valor para la economía real, los de una viscosa ingeniería financiera, que solo ha resultado de provecho para un sector significativo de la propia industria bancaria.
Se respira desconfianza dentro y en torno al sistema financiero porque frente al peligro de sobrereacción, mas bien, y lamentablemente, se observan escasos signos de progreso hacia una eficiente y armonizada iniciativa regulatoria, edificada responsablemente sobre un paisaje de equívocos de los que se pretende abjurar.
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