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domingo, 30 de enero de 2011

Rudolf Elmer.(El Correo, 30.01.11)

Rudolf Elmer.

Manfred Nolte

Elmer (Fudd) Gruñón es un conocido personaje de dibujos animados, una creación ficticia de la Warner Brothers, que viste de cazador y que, escopeta en ristre, se afana por balear a Bugs Bunny y, en ocasiones, también, al Pato Lucas, aunque siempre fracasa en sus intentos. Elmer dice cazar por deporte y no por venganza o necesidad.

Rudolf Elmer es un individuo de carne y hueso, un auditor de 55 años, alto empleado de diversas entidades crediticias, que se encuentra preventivamente en prisión acusado de quebrantar el secreto bancario suizo por entregar a Julian Assange, el icono de Wikileaks, un puñado de CDs.

Sucede que los CDs en cuestión, contienen las listas de unos 2000 clientes, que incluyen a empresarios de éxito, artistas famosos y alrededor de 40 políticos, detallando las operaciones llevadas a cabo en bancos de varios paraísos fiscales, entre ellos ‘Banca Julius Baer’, entidad de la que el propio Elmer fue jefe de operaciones en las Islas Caimán. Al igual que el personaje de ficción, Rudolf Elmer, declara no hacerlo por notoriedad, despecho o dinero, sino impulsado por un mero imperativo moral.

No es la primera vez que lo hace y pesa sobre él una sentencia, dictada a instancia de la referida ‘Banca Baer’ en virtud de la cual ha sido multado de forma suspensiva con 6.000 francos suizos, solamente en el caso de que volviese a reincidir durante los dos próximos años.

Este aparente relato de comedia esconde, sin embargo, una problemática de enorme trascendencia. De una parte pone sobre el tapete la procedencia o improcedencia de determinadas prácticas delatoras. De otra remite a uno de los sumideros mas inconfesables de nuestra moderna economía de mercado: la existencia de las jurisdicciones secretas.

No entraremos a analizar las actuaciones delatoras, que cuentan con procedimientos fragmentados e insuficientes en diversos ordenamientos jurídicos, pero si habrá que admitir la existencia de un conflicto de intereses a superar sin que una instancia derrote a la otra. Por un lado, el legítimo derecho a que Instituciones y personas físicas preserven su privacidad, con la inexcusable imposición del deber de secreto. Por otro, la reivindicación acerca de la transparencia de los comportamientos personales en el marco de una ley que se presume haya de ser universalmente aplicada y en general la cuestión de si las normas son vinculantes para todos o admiten excepciones, privilegios y por qué causa.

En paralelo fluye la exigencia de índole universal por la que los ciudadanos desean conocer lo que hacen quienes les gobiernan, extremo que subyace al escándalo desatado por el fenómeno Wikileaks.

Pero una notoria conducta de infidelidad por parte de un empleado hacia su empresario, como es presuntamente el caso de Rudolf Elmer no puede ocultar la premisa mayor del silogismo: el inaudito hecho de que en pleno siglo 21 persista la existencia de los jurisdicciones opacas, de los paraísos fiscales.

Y ello no tanto por ser reductos de baja fiscalidad que permiten legalmente a las empresas multinacionales desviar hacia ellos los beneficios devengados en otros países, con grave quebranto para el desarrollo de los más vulnerables. Ni siquiera porque dan cobijo a remesas fabulosas con origen en las dictaduras del sur y también de otras latitudes.

El cáncer fundamental de estos centros se detecta primordialmente en la asunción legal de la opacidad a través de la figura de la ‘fiducia’ por la que se guarece el anonimato del titular último y real del negocio. Mientras occidente avanza hacia el intercambio sistemático de información promoviendo la transparencia de las operaciones, bajo la práctica fiduciaria estos centros proveen un espacio de impunidad a todo tipo de comercios ilícitos. Mientras el mundo negocia con aplicación plataformas de consenso y homogeneidad armonizando la actividad económica y estableciendo reglas de juego, estas demarcaciones apadrinan el escape de la norma, promueven la alteración de las reglas amparando la corrupción y la criminalidad, y desquician la transitividad y la lógica del sistema. Procederes perseguidos por la ley en gran parte de occidente son comúnmente admitidos o tolerados en ellas.

El inconfesable tráfico consolidado en las cloacas de la economía de libre mercado, un sistema concebido por los padres del liberalismo sin posiciones dominantes ni aliviaderos de corrupción, persiste porque los políticos miran hacia otro lado. La declaración de los líderes del G20 en Londres en abril de 2009, anunciaba que ‘la era del secreto bancario ha pasado’, pero todo ha sido un fuego de artificio, y a las palabras huecas no han sucedido acciones políticas eficaces . La responsabilidad de los gobernantes es incontestable. Así cabe deducirlo del viejo aforismo del derecho penal según el cual ‘la causa de la causa es causa del mal causado’.

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