En Economía, como en otras esferas del acontecer humano, hay temas que gozan de fluidez absoluta. Surgen y desaparecen para resucitar en circunstancias inesperadas cuando parecían estar definitivamente confiadas a la tutela del olvido, hasta convertirse en bandera e icono de una tesis genial, nueva y salvífica.
La llamada “Tasa Tobin” (TT) es una de esas propuestas que transita del calor del estrellato al olvido o la indiferencia y nuevamente al apogeo de la refundación. Dice así: “gravemos a las firmas financieras la tramitación de las operaciones en divisas.”
Debe aclararse que los Bancos disfrutan del monopolio del tráfico de divisas y que, en consecuencia, la totalidad de las transacciones, por cuenta propia y de la clientela, discurre por su intermediación.
En la reciente cumbre del G20 de Pittsburgh algunos Jefes de Estado europeos han postulado beligerantemente la introducción de una TT. Previamente, Lord Adair Turner, Presidente de la Autoridad de Servicios Financieros del Reino Unido, había blandido el arma del impuesto al denunciar que sus tutelados, los bancos de la City, no constituían un sector “socialmente útil”, y se hallaban en la raíz de la desestabilización global de la Economía. Si así era, resultaba justo que contribuyesen a restaurar los estragos producidos.
“Considerando que el sector financiero está creando un importante riesgo sistémico”,-apuntilla el Director del FMI Strauss-Kahn, “es oportuno que este asigne parte de sus recursos a mitigar los problemas ocasionados”.
A decir verdad, la propuesta original del Nóbel estadounidense James Tobin no contenía el ingrediente punitivo personal y sectorizado del planteamiento actual.
Con la adopción generalizada en 1973 del sistema de tipos de cambios flotantes, Tobin propuso la creación de un impuesto sobre las transacciones en divisas. Su finalidad era mejorar la asignación de recursos de los mercados financieros, desincentivar los movimientos especulativos de capitales a corto plazo, reduciendo así la volatilidad de los tipos de cambio y restaurando parte de la autonomía y soberanía económica perdida por los Países en sus procesos de integración financiera internacional.
Paradójicamente la idea permaneció adormecida durante más de 20 años hasta la reivindicación de su componente recaudatorio. Al margen de sus cualidades estabilizantes la tasa destacaba por erigirse en una poderosísima fuente de recursos, que la sociedad civil asignaba a cubrir las necesidades de los países mas desasistidos. Luego la TT volvió a enmudecer.
Para ser eficaz, la medida debería ser universal y no discriminar a unos centros financieros en detrimento de otros. La viabilidad técnica no parece ya una dificultad insalvable. Para el tipo propuesto del 0,005% tampoco puede alegarse su incidencia en la formación de los precios ni en la provisión de liquidez al mercado. Por el contrario un sencillo cálculo aplicado al tráfico global anual –solamente en los mercados de divisas- revelaría su mayor fortaleza: una espectacular cuota de 185 millardos de dólares USA.
Sin embargo, mas allá de una aparente determinación política, la experiencia llama al pesimismo.
Un impuesto requiere una decisión política de Estado y una tasa global exige el acuerdo político global de los gobiernos nacionales, como resultado de una acción concertada. No en vano la TT ha sido incapaz de pasar el filtro de su inclusión en los compromisos troncales de Naciones Unidas. La “Declaración de Doha” ni siquiera la menciona, entre otras razones por la visceral oposición de Estados Unidos y algunos de sus socios occidentales.
Pero como, aun siendo imposibles, los milagros a veces se producen, cabrían dos matizaciones a la opinión dominante.
La primera que el tipo impositivo debería discriminar severamente aquellas operaciones especulativas de las que no lo son. Hay que abordar la reforma del catálogo de productos bancarios analizando su valor social. No deberíamos lamentar en exceso la desaparición de los que carecen de el.
En segundo lugar garantizar que las sumas de dinero recaudadas se apliquen al alivio de los países indigentes. No es de recibo modificar ahora el destino de los fondos desviándolos a las arcas locales para paliar los déficits presupuestarios incurridos en las operaciones de rescate y de estímulo fiscal de occidente, y crear un fondo preventivo de estabilización, como sugiere Strauss-Kahn.
Un impuesto de este tipo no habría evitado los desequilibrios globales entre Estados Unidos y China, ni que el ahorro del sur financiara el consumo exacerbado de los países ricos. Tampoco habría preservado a Europa de los activos tóxicos americanos ni habría alentado políticas más sostenibles y planetarias.
Pero la tasa Tobin es un buen comienzo para ir desmontando el Casino que ha caracterizado en los últimos años a una buena parte de las finanzas globales.