Milenio, síntomas y causas.
Manfred Nolte
Acaba de concluir en Nueva York la cumbre de Naciones Unidas para el seguimiento de los 'Objetivos de Desarrollo del Milenio' (ODM), una solemne campaña lanzada en 2000 cuando los líderes mundiales se comprometieron a trabajar solidariamente para liberar a la humanidad de «las condiciones abyectas y deshumanizadoras de la pobreza extrema», en el horizonte de 2015.
La gran crisis occidental que ha extendido su influencia a los confines más degradados del planeta no ha hecho sino retrasar el progreso hacia los ODM. Según datos del Banco Mundial, no solo se ha ampliado la bolsa de miseria en 100 millones de personas, sino que 71 millones más que hubieran escapado de su trampa para 2020 al ritmo de crecimiento previo a la crisis, dejarán de hacerlo.
La cumbre ha repetido los argumentos y lugares comunes. La declaración final refleja un cansino compromiso y una fe consensuada en diagnósticos y terapias que lamentablemente siguen haciendo hincapié más en los síntomas que en las raíces del problema: vuelcan sumas considerables de dinero en iniciativas a veces utópicas o de escaso rendimiento cuando deberían empeñarse en remover los verdaderos obstáculos al desarrollo que tienen la capacidad de encarar. Se insiste en acometer acciones para aliviar o condonar la deuda de los países más menesterosos y en el cumplimiento por parte del G-8 de los compromisos parcialmente olvidados. Ello, es verdad, puede ayudar a abordar la financiación de las masivas necesidades de infraestructura y las que suponen una respuesta al cambio climático de cuyos efectos los países más pobres son los mayores afectados.
Pero la ayuda queda relegada a un segundo término frente a otras medidas imperiosas detrás de las cuales se sitúa el postulado de que no hay escape de la pobreza sin un crecimiento económico sólido, sostenible y equilibrado.
Una campaña de ODM con posibilidades de éxito arranca del reconocimiento de los derechos humanos como elemento esencial. Los derechos humanos no son solo símbolos, sino también herramientas. Son valiosos porque deben ser operativos. Los mil millones de personas hambrientas del planeta no merecen caridad: poseen derecho a alimentos adecuados y el poder tiene la obligación de proveerlos derivada de las leyes internacionales. Los gobiernos que profesen un deseo serio de progresar en los objetivos del desarrollo deben adoptar los correspondientes marcos legales para la realización de los derechos económicos y sociales básicos: alimento, salud, educación.
Todas las revoluciones democráticas arrancan con los derechos humanos. La cumbre de los ODM ha perdido la oportunidad de iniciar esta senda ineludible. Más allá de este enunciado general, está en manos de Occidente una triple acción expansiva del desarrollo del sur que tan solo debemos recordar. En primer lugar, la acción colectiva de los países ricos y de los emergentes dinámicos en la utilización congruente de los desequilibrios entre deficitarios y superavitarios. Estos últimos deberían estimular la demanda doméstica que redunde en un aumento de las exportaciones de los primeros y, de rebote, del resto de países del Sur. Al mismo tiempo, el restablecimiento de la salud del sector financiero sigue siendo un prerrequisito para la estabilización del crecimiento global.
En segundo lugar, liberalizando el comercio y desmantelando las barreras que obstaculizan las exportaciones de los países pobres. Una conclusión beligerante de las 'Rondas de Doha' sería muy deseable, pero no hay razón para que bloques como EE UU o la UE no otorguen el acceso libre de aranceles y de cuotas a los países más desasistidos desbloqueando los mercados agrícolas globales.
En tercer lugar, la decisiva contribución occidental a la 'creación estatal' en los países en desarrollo que permita la creación de un sistema fiscal incipiente, la generación de recursos públicos y la consolidación inducida de las siempre frágiles democracias, superando localismos y fragmentaciones. Este objetivo será inalcanzable mientras persistan los paraísos fiscales al amparo del poder de los grandes intereses del Norte. Poniendo fin a la práctica letal para las arcas del Sur de los 'precios de transferencia' de las empresas transnacionales y a la espectacular sangría de los fondos de corrupción que encuentran cobijo en estos centros opacos, se revertirían al Sur múltiplos espectaculares de las cifras de ayuda oficial al desarrollo.
Lula da Silva define al hambre como «arma moderna de destrucción masiva», pero ya se sabe que el tráfico de armas sigue siendo cínicamente tolerado.