Ayuda buena, ayuda mala.
Manfred Nolte
Pese a su corta edad, Dambisa Moyo, nacida y criada en Lusaka, Zambia, ostenta un currículo prometedor: ocho años en Goldman Sachs, tras una estancia de dos en Washington como consultora del Banco Mundial. Posee un master por Harvard, y es Doctora en economía por la Universidad de Oxford.
Su reciente libro, “Dead Aid”, (ayuda muerta), figura en la lista de “best-sellers” del New York Times. La revista “Time” la incluye entre las 100 personas mas influyentes del planeta.
En su obra, Dambisa Moyo sostiene que el reto mas importante que encara en la actualidad la agenda del desarrollo consiste en destruir el mito de que la ayuda sirva para algo. Las sumas que occidente destina de forma regular al alivio de la pobreza, en particular del África subsahariana, no solo no aportan los beneficios previstos, sino que se erigen en uno de los principales obstáculos para el despegue económico del continente.
Aunque excluye la ayuda humanitaria que se moviliza en respuesta a calamidades repentinas, así como la dispensada a través de las ONGs u otros circuitos privados, la publicación ha desatado una formidable reacción en amplios estratos de la sociedad civil y organizaciones de ayuda al desarrollo. Resulta inadmisible, según estas, que el objetivo secular de redistribuir al sur el 0,7% del PIB central, ampliamente consensuado en el seno de Naciones Unidas, reciba tan inoportuno varapalo por parte de la joven economista zambiana.
El concepto de “eficacia” de la ayuda es antiguo en la praxis del desarrollo. La Declaración de París (2005) y la Agenda de Accra (2008), recogen institucionalmente el debate de la cuestión, enfatizando que calidad y eficacia son factores de mayor relevancia que las meras cantidades distribuidas.
Tampoco es nuevo el enfoque escéptico o aun pesimista de la filantropía como promotora de la precariedad. Autores como Bauer, Collier, Easterly, Barder, Birdsall, Clemens, y Moss entre otros se han posicionado, con matices diversos, en favor de esta tesis.
Dambisa Moyo declara que las ayudas asiduas, en ausencia de infraestructura institucional –la que se conoce con el término de “gobernanza”- ,pueden reducir el ahorro y la inversión de los beneficiarios, crear una cultura de dependencia, debilitar su sector exportador a través del llamado “mal holandés”, reducir la competitividad perpetuando la pereza de los gobernantes, e incapacitar la creación de un incipiente sistema fiscal, entre otros efectos perniciosos. La ayuda exterior, alega, supone anualmente el 13% del PIB de África y hasta el 60% de sus presupuestos estatales, y aun así 700 millones de sus pobladores siguen atrapados en la necesidad extrema.
Aunque algunas de estas afirmaciones son asumibles, el estado del arte actual no distingue entre ayuda sí/ayuda no, -muy pocos cuestionan el doble imperativo moral y económico de la ayuda-, sino entre ayuda buena/ayuda mala, y hacia dónde y cómo dirigirla para conseguir los máximos retornos tanto para los contribuyentes de los países donantes como para los receptores de la misma.
En su diagnóstico, la autora-revelación realiza una presentación estadística confusa y selectiva que ha provocado la réplica fulminante de especialistas en desarrollo, poco sospechosos de conservadurismo, como es el caso de Jeffrey Sachs. Ni los índices de penuria, ni la evolución del PIB presentados concuerdan con fuentes oficiales. Adicionalmente, los 48 países de la región subsahariana han registrado trayectorias tan dispares que no se someten al simplismo de la generalización.
Nadie puede cerrar los ojos a los avances significativos registrados en áreas como la mortandad infantil, educación de adultos, escolarización primaria, potabilización de aguas, maternidad, combate de epidemias y un largo etcétera, que se autojustifican con las estadísticas en la mano. Y a la postre, la ayuda destinada al continente africano desde 1960 hasta la fecha arroja la cantidad de 35 dólares por persona y año. No parece una cifra tan desorbitada como para constituirla en el primer objetivo para superar la trampa de la indigencia .
Discrepando del diagnostico de Moyo, existe acuerdo, sin embargo, sobre buena parte de su corolario prescriptivo: la ayuda solo puede ser un fragmento, discriminante y transitorio, de la financiación del desarrollo. Esta afirmación resume los contenidos del Consenso de Monterrey (2002) y de la Declaración de Doha (2008). La ayuda no es la receta universal que proclaman algunos. Pero tampoco puede admitirse que esté en la raíz del desamparo de África, como sostiene Dambisa Moyo. Después de todo, ella misma accedió a Harvard con una ayuda de estudios que la ha lanzado a un estrellato controvertido y, para muchos, descorazonador.