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domingo, 27 de septiembre de 2009

Las primas de los banqueros(El Correo, 27.09.09)

Anatole France ironizaba acerca del majestuoso equilibrio de la ley que “prohíbe por igual a ricos y pobres dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan”. Lo mismo de necio resuena aquel otro concepto de igualdad, a tenor del cual el arquitecto debería cobrar la nómina de la enfermera, quien a su vez debería ser pagada como su doctor.

Hace ya años que la discriminación inteligente motiva los resultados a través de la recompensa. El problema surge cuando las remuneraciones y sus complementos no solo son desmesurados sino que contribuyen significativamente al estallido de la crisis que padecemos. Al malestar le sucede el escándalo al comprobarse que entidades en rescate, financiadas con fondos de los contribuyentes, perseveraban en dichas prácticas abusivas. Las primas se han convertido en el mascarón de proa del inventario de desmanes del vigente modelo financiero.

Un gran número de gobiernos está considerando seriamente marcar las líneas de juego de las estructuras de compensación de estas firmas. Algunos ya las han aplicado a los bancos acogidos a ayudas de emergencia. El Comité de Basilea lo ha recomendado categóricamente. El G-20 lo destaca en su agenda.

Pero es indispensable diferenciar entre dos fuentes de inquietud relativas a las retribuciones excepcionales de las compañías financieras.

La primera surge desde la perspectiva del accionista. El fiscal general de Nueva York, Andrew Como, ha desvelado que nueve grandes bancos USA pagaron a sus empleados entre 2003 y 2008 mas de 600 millardos de dólares en primas, periodo en que la capitalización de dichas entidades declinó notoriamente. Estos pagos deberían motivar la reacción de los accionistas dado que las estructuras de incentivos no solo no se adecuan a sus intereses sino que los lesionan.

Así lo entendió en nuestro país la acusación particular, un grupo de accionistas, al emprender acciones legales en abril de 2004 contra el presidente de un gran banco español y dos de sus directivos dimisionarios en relación con las indemnizaciones por valor de 56 y 108 millones de euros cobrados por estos últimos “en reconocimiento a su extraordinaria labor”. Una acción comercial de autoinmolación muy valorada entonces en el seno de la entidad.

En similar línea se inscribe la reciente iniciativa legal emprendida contra Bank of América. Al adquirir, ahora hace un año, la banca de Inversión Merrill Lynch, señaló que no abonaría compensaciones por la mala gestión de la firma, pero seguidamente distribuyó bonus equivalentes al 12% del valor de compra, unos 5.800 millones de dólares.

Como señaló J.K.Galbraith “controlar el poder corporativo es uno de nuestros mayores retos y dadas sus dimensiones una de nuestras necesidades mas urgentes”

Pero las primas suscitan una segunda preocupación. Aunque los programas de compensación fuesen congruentes con los intereses de los accionistas, pueden favorecer políticas de riesgo que sean socialmente indeseables. No es admisible incentivar la adopción de riesgos excesivos. La mera existencia de estas políticas, incluso respaldadas por los tenedores del capital, justifica y aun hace necesaria la regulación pública, porque sus propietarios no soportan en exclusiva los costes de una posible quiebra de la firma, ni sus consecuencias sistémicas, y tal y como demuestran esta crisis y repetidos ejemplos anteriores, la cuenta acaba siendo pagada, al menos parcialmente, por el contribuyente.

No parece aventurado adelantar algunos criterios que inspirarían el control de este tipo de pagos.

Las retribuciones girarían sobre resultados netos, evitándose objetivos de simple facturación que ignoren los costes inherentes. Observarían una vinculación clara entre retribuciones y resultados a largo plazo, creando un fondo regulador plurianual que registre tanto los créditos por primas devengadas como los débitos por una proporción de las perdidas incurridas, en su caso. Estarían referenciadas al Balance total, representando en conjunto un porcentaje de la remuneración fija o de los beneficios del banco, debiendo clarificarse asimismo los conflictos de intereses, ya que en muchas ocasiones los gestores del riesgo son retribuidos con cargo al mismo fondo de incentivos que aquellos que asumen directamente los riesgos a controlar.

Para terminar, nos enfrentamos aquí a un problema cultural que afecta primariamente al tono y talante de la alta dirección. Parece evidente, a la luz de la experiencia vivida, que las entidades que han sorteado con mayor éxito el temporal financiero son aquellas en las que la rigurosa gestión del riesgo y una prudente política de incentivos han estado estrechamente alineadas.

Por lo demás, una genuina revisión de las remuneraciones bancarias requeriría interpretar otros fundamentos de nuestro modelo económico, no en su estructura, sino en su filosofía, más allá del mero tratamiento de uno de sus síntomas.

sábado, 12 de septiembre de 2009

El Club de la miseria.(El Correo, 12.09.09)

El millardo maldito.

Manfred Nolte

Desde la frialdad de los números el mundo del desarrollo puede representarse por una tarta estadística de seis trozos. Un sexto, predominantemente occidental, vive en la prosperidad, mientras dos tercios componen los países desfavorecidos que progresan lenta aunque consistentemente. El sexto restante, acoge a mil millones de personas en un grupo de 58 países que son incapaces de escapar de la extrema pobreza: es el millardo maldito.

Una abundante literatura teórica sugiere los mecanismos capaces de generar círculos viciosos de penuria y estancamiento. El “efecto umbral” preconizado por Gafor y Zeira (1993) muestra que por debajo de un cierto nivel de renta, la sociedad en cuestión es incapaz de generar las inversiones mínimas necesarias para activar el proceso de crecimiento. Otro dispositivo automático que perpetúa la miseria se relaciona con el riesgo. Como nota Banergee (2000) los vulnerables son más refractarios al riesgo que los ricos porque las pérdidas les hieren de forma más severa.

Pero la pobreza en si misma no puede ser una trampa. De lo contrario todos seguiríamos en la indigencia. ¿Por qué la globalización ha sido incapaz de acelerar el crecimiento de estos países asolados?

Las Instituciones pueden poseer cualidades malignas. Formas persistentes de pobreza encontradas en antiguas colonias europeas son atribuibles según Engerman y Sokoloff (2004) a la escasísima participación de la población autóctona en la organización de los procesos de producción e innovación.

Para Jeffrey Sachs (2005), África puede salvarse con 75 millardos de dólares anuales de ayudas con una adecuada planificación estatal, todo lo contrario de lo que sostiene Dambisa Moyo (2009) quien atribuye a las ayudas externas la causalidad última del estancamiento y del subdesarrollo del hemisferio sur.

Pero ha sido Paul Collier, (2007) quien ha lanzado las hipótesis mas provocativas. Para el Director del Centro de Estudios africanos de la Universidad de Oxford, son cuatro las trampas en las que los países mas desasistidos tienden a caer.

La primera es el conflicto. Tres cuartas partes de esta población han atravesado o atraviesan una guerra civil. Guerras que se extienden durante años con consecuencias económicas desastrosas, siendo la mitad de ellas rebrotes de conflictos anteriores. Para Collier estas contiendas tienen poco que ver con el colonialismo o la disparidad de rentas, y mucho que ver con la alta proporción de jóvenes analfabetos, los desequilibrios entre grupos étnicos y la abundancia de recursos naturales como diamantes o petróleo que son la fuente de financiación de las rebeliones.

Justamente esta característica acoge la segunda trampa. Las rentas de estos recursos no solo favorecen las insurgencias sino que crean graves disfunciones democráticas. Los países pobres ricos en recursos no recaudan impuestos pero por ello mismo tampoco se someten al veredicto del electorado.

La geografía es la tercera trampa, para aquellos países cercados, sin cauces naturales para su comercio exterior, y que dependen de los sistemas de transporte de sus países vecinos muchas veces hostiles o con análogas dificultades a las suyas.

Finalmente la trampa de una mala gobernanza asociada a la corrupción, la medida en que se ejerce el poder público en beneficio privado, esa lacra pavorosa que destruye a un país desde su interior.

Si estas son las causas principales de la extrema pobreza en el mundo: ¿Qué pueden hacer los países ricos por atenuarla o superarla? Hay dos cosas importantes que occidente puede emprender.

Los productos africanos necesitan una protección temporal frente a los competidores asiáticos, mediante una política discriminante de cupos y aranceles. Ello iría unido a una intensificación de estándares internacionales para bloquear el comercio de diamantes que se utiliza para financiar los conflictos militares.

Pero no son estas las más heréticas de las prescripciones de Collier. El británico aboga por intervenciones militares ocasionales en países posconflicto para evitar nuevas recaídas en guerras civiles. Estas provocadoras sugerencias que han sido tachadas de imperialismo filantrópico abren un debate extremadamente delicado, cuando el mundo asiste consternado a la destrucción de Irak o Afganistán. Pero posiblemente haya que considerar también la efectiva intervención en Sierra Leona que acabó con la guerra civil, mientras que la pasividad internacional abocó a Ruanda al genocidio.

No terminan aquí sus recomendaciones. Lo anterior debe conjugarse con una audaz política normativa: leyes que obliguen a los paraísos fiscales a revelar los depósitos de los cleptócratas, o que regulen la explotación de los recursos naturales, preserven la libertad de los medios y prevengan el fraude. Tal vez no se consiga forzar a los gobiernos corruptos a firmar estas convenciones, pero ayudarán a estrechar el cerco creado por visionarios y reformistas.