G20:agenda y legitimidad
Manfred Nolte
A medida que se avecina la celebración de la cuarta cumbre del G20, esta vez en Toronto, los días 26 y 27 del corriente mes de Junio, se amontonan las noticias y comentarios de los diversos medios en relación con su agenda, esto es, en relación a los graves temas globales que han de ser objeto de debate y decisión en este nuevo ágora de resolución de conflictos.
Menos frecuentes son, por el contrario, las observaciones alusivas a la legitimidad, y deseabilidad futura de esta exclusiva Comunidad de gobernantes, que estas líneas pretenden cubrir.
No es que la agenda del G20 en Toronto sea nimia o menos urgente. Todo lo contrario. Pocas veces se ha encontrado la comitiva económica mundial, encabezada por los países opulentos, seguida a distancia reglamentaria por emergentes y aquellos otros sumidos en la miseria, ante encrucijada parecida. Pero de ello existe una generosa oferta informativa que eludo repetir.
En Noviembre de 2008 ninguna de las grandes instituciones multilaterales poseía la necesaria capacidad de liderazgo para abortar la crisis. El FMI despertaba el rechazo de los países en desarrollo. El G8 carecía de representatividad suficiente. La Asamblea General de Naciones Unidas(AGNU), se hallaba ayuna de capacidad decisoria. En dichas circunstancias, en Washington, los Jefes de Estado del G20 estaban obligados a tomar el relevo, respondiendo al colapso financiero sistémico con una acción rápida, decisiva y coordinada.
En la cumbre de Londres en Abril de 2009, los lideres mundiales activan diversas líneas de financiación por valor de 1,1 billones de dólares para estimular el crédito, el crecimiento y el empleo en la economía mundial.
En Pittsburgh, el G20 se autodeclara “el primer foro mundial para la cooperación económica internacional”, y establece las pautas para una nueva era de crecimiento equilibrado y sostenible.
A raíz de estos hitos, el Consejo de Estabilidad financiero ampliado, el Comité de supervisión bancaria de Basilea, y las dos principales agencias internacionales de estandarización contable -IASB y FASB- bailan al son de su música. También el FMI proclama su subordinación al G20, de quien proviene su repentina y espectacular promoción. Como confiesa su Director de estrategia “nuestro papel es el de un consultor fiable, mientras que el G20 ocupa firmemente el asiento del conductor”.
En consecuencia el G20 representa la nueva dinámica de la política global y se ha erigido en el buje de la gobernanza económica.
Pero, ¿puede y debe transformarse desde su actual estructura de ‘comité de crisis’, en un ‘comité de dirección’ estable de la economía mundial?
La licitud de dicha propuesta se deriva fundamentalmente de la composición y de la agenda del Club.
La idónea composición del G 20 carece de respuesta correcta. La ampliación de 8 a 20 socios a los que se agregan dos invitados permanentes, algunos rotatorios y las principales Instituciones internacionales le ha conferido mas legitimidad, pero no la suficiente. La sobre-representación europea es indisimulada aunque fácilmente subsanable otorgando a la Unión una sola voz en lugar de las seis o más actuales. La inclusión no alcanza a suficiente número de países emergentes. Están los BRIC, pero la asociación actual obedece a una circunstancia histórica siendo fiel calco del formato del G20 de los ministros de finanzas surgido como reacción a la crisis asiática de finales de los 90. La presencia africana se reduce a Sudáfrica. El tercer mundo- el millardo maldito- simplemente no existe.
La pertenencia se torna aun más crítica si contemplamos la naturaleza de la apropiación del G20. Quién convoca, en qué país y cuales son y quién marca los ritmos, agendas y registros del proceso. Esta imagen asimétrica asimila al G20 al concierto de unos pocos grandes países que dictan sus reglas a todos los demás.
Particularmente frágil resulta la conexión multilateral del G20 con la Asamblea General de Naciones Unidas (AGNU), el foro omnicomprensivo –un país un voto- de la gobernanza mundial. Ban Ki-Moon ofreció en dos ocasiones sucesivas al Presidente Bush la sede de Naciones Unidas para la celebración de la cumbre de Washington y que la AGNU fuera un componente central en el modelo de estrategia G20, invitación que fue desestimada. Con posterioridad los caminos de ambas instituciones han ido divergiendo aunque Naciones Unidas sigue irrogándose la legitimidad máxima como foro de debate inclusivo de la agenda global.
Desde un prisma democrático y solidario sería exigible que el G20 acotase su agenda a la crisis presente, remitiendo el resto de acuciantes temas globales al ámbito del G194:la AGNU. A ello se agregaría la repetidamente reclamada reforma de la capacidad decisoria de esta última.
Contenido
domingo, 20 de junio de 2010
domingo, 6 de junio de 2010
La otra cara de Adam Smith. (El Correo 06/06/10)
Adam Smith en perspectiva.
Durante 150 años el historial de las doctrinas económicas quedó reducido a simples anotaciones a pie de página de la obra central de Adam Smith: ‘Indagación acerca de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones’ publicada en 1776, y considerada la biblia de los economistas. Debió transcurrir siglo y medio para encontrar una creación de análogo corte revolucionario, inspirada en el paro agónico de Gran Bretaña entre las dos guerras mundiales y que lleva por título ‘La Teoría General del Empleo, el interés y el dinero’, aparecida en 1936 y cuyo autor, como es de todos sabido, no es otro que John Maynard Keynes.
Un Keynes redivivo, cuyas prescripciones han sido observadas sin pestañear y en megadosis durante la presente crisis, ha consolidado la vigencia del intervencionismo en el recetario de la política económica de último aliento. Ni los monetaristas más radicales, que han visto igualmente respaldados sus postulados con la política de tipos de interés deprimidos y de ‘suavización cuantitativa’ de los agregados monetarios, discuten la validez de las conclusiones y terapias propuestas por el ilustre profesor de la Universidad de Cambridge, para entornos dramáticos como los que padecemos.
La imagen del escocés está mas dañada. El desencanto generalizado ante la pretendida eficiencia de los mercados, y la indignación que ha estallado en amplísimos colectivos sociales ante las conductas depredadoras de una casta de intermediarios financieros que se encuentra en la base de la presente hecatombe sistémica, arrastra la cotización del académico de Glasgow a la baja. Su famosa ‘mano invisible’ concita hoy burla y desaliento.
Pero la interpretación habitual de Adam Smith como el gurú del propio interés solo se sustenta en un par de frases anecdóticas y episodios didácticos de todos conocidos que evitaremos reproducir aquí y que no son el reflejo de su personalidad integral. Las citas mas célebres se refieren a la teoría del intercambio económico y poco tienen que ver con la esencia de su legado teórico.
Identificar a Smith con el adalid del capitalismo es un despropósito. De hecho, la expresión ‘capitalismo’ no aparece ni una sola vez en su obra escrita. Menos aun se justifica que ese pretendido capitalismo descanse en un mecanismo de mercado guiado por el puro concepto del beneficio propio. Un mercado de funcionamiento transitivo y ‘en orden’ es una condición necesaria pero insuficiente.
Smith arremete contra determinadas “comisiones” –acciones- de la economía de mercado sin excluir sus importantes “omisiones”. Se muestra contrario a un intervencionismo de los mercados ‘excluyente’ pero alienta el de corte ‘incluyente’ para ocupar parcelas que estos dejen huérfanas o mal atendidas.
Se erige en promotor de la igualdad de oportunidades y de la ausencia de posiciones dominantes, “cada individuo posee un derecho de propiedad sobre su persona y sobre la propiedad que crea con su trabajo”. Pero adicionalmente advierte que “también lo tiene para verse libre de la agresión de otras personas”. El orden moral natural estabiliza los mercados. Si estos fracasan , hay que buscar la razón en las tropelías a las que se les somete cuando se incumplen las reglas básicas de juego, generando reacciones de caos, desigualdad e injusticia. “La justicia –afirma- es el pilar básico que sostiene la totalidad del edificio social”.
Su defensa del trabajo como la principal mediada del valor, aunque limitada, es innovadora y la acusada sensibilidad que demuestra respecto de las clases desfavorecidas queda reflejada en múltiples pasajes de su obra. Profundamente preocupado por las leyes que regulan la presencia de los menesterosos en los espacios públicos no duda en apoyar intervenciones en su favor. En un determinado pasaje -capitulo X- formula un juicio que no puede sino dejarnos confundidos: “Cuando las reglamentaciones son a favor del trabajador y del obrero siempre son justas y equitativas; pero no acontece lo mismo cuando favorecen a los patronos”. Este bosquejo de una teoría de la distribución muestra que las simpatías de Smith no están del lado de gobernantes y terratenientes sino de los asalariados, a los que juzga “explotados”.
Adam Smith fue un filósofo moral en primer lugar, y en segunda instancia- aunque de ello se derivase su mayor notoriedad- un intérprete y organizador del intercambio social. ‘La Riqueza de las Naciones’ contiene su ética política mientras ‘Teoría de los Sentimientos Morales’ –un libro menos conocido pero que Smith siempre reputó superior- descubre su ética personal.
Su mensaje no debería devaluarse ni confundirse: la rebelión general de los mercados es la consecuencia de la contaminación irreparable a la que se han visto sometidos. Restituirlos a su marco natural es la tarea de unas normas justas universalmente aplicadas.
Durante 150 años el historial de las doctrinas económicas quedó reducido a simples anotaciones a pie de página de la obra central de Adam Smith: ‘Indagación acerca de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones’ publicada en 1776, y considerada la biblia de los economistas. Debió transcurrir siglo y medio para encontrar una creación de análogo corte revolucionario, inspirada en el paro agónico de Gran Bretaña entre las dos guerras mundiales y que lleva por título ‘La Teoría General del Empleo, el interés y el dinero’, aparecida en 1936 y cuyo autor, como es de todos sabido, no es otro que John Maynard Keynes.
Un Keynes redivivo, cuyas prescripciones han sido observadas sin pestañear y en megadosis durante la presente crisis, ha consolidado la vigencia del intervencionismo en el recetario de la política económica de último aliento. Ni los monetaristas más radicales, que han visto igualmente respaldados sus postulados con la política de tipos de interés deprimidos y de ‘suavización cuantitativa’ de los agregados monetarios, discuten la validez de las conclusiones y terapias propuestas por el ilustre profesor de la Universidad de Cambridge, para entornos dramáticos como los que padecemos.
La imagen del escocés está mas dañada. El desencanto generalizado ante la pretendida eficiencia de los mercados, y la indignación que ha estallado en amplísimos colectivos sociales ante las conductas depredadoras de una casta de intermediarios financieros que se encuentra en la base de la presente hecatombe sistémica, arrastra la cotización del académico de Glasgow a la baja. Su famosa ‘mano invisible’ concita hoy burla y desaliento.
Pero la interpretación habitual de Adam Smith como el gurú del propio interés solo se sustenta en un par de frases anecdóticas y episodios didácticos de todos conocidos que evitaremos reproducir aquí y que no son el reflejo de su personalidad integral. Las citas mas célebres se refieren a la teoría del intercambio económico y poco tienen que ver con la esencia de su legado teórico.
Identificar a Smith con el adalid del capitalismo es un despropósito. De hecho, la expresión ‘capitalismo’ no aparece ni una sola vez en su obra escrita. Menos aun se justifica que ese pretendido capitalismo descanse en un mecanismo de mercado guiado por el puro concepto del beneficio propio. Un mercado de funcionamiento transitivo y ‘en orden’ es una condición necesaria pero insuficiente.
Smith arremete contra determinadas “comisiones” –acciones- de la economía de mercado sin excluir sus importantes “omisiones”. Se muestra contrario a un intervencionismo de los mercados ‘excluyente’ pero alienta el de corte ‘incluyente’ para ocupar parcelas que estos dejen huérfanas o mal atendidas.
Se erige en promotor de la igualdad de oportunidades y de la ausencia de posiciones dominantes, “cada individuo posee un derecho de propiedad sobre su persona y sobre la propiedad que crea con su trabajo”. Pero adicionalmente advierte que “también lo tiene para verse libre de la agresión de otras personas”. El orden moral natural estabiliza los mercados. Si estos fracasan , hay que buscar la razón en las tropelías a las que se les somete cuando se incumplen las reglas básicas de juego, generando reacciones de caos, desigualdad e injusticia. “La justicia –afirma- es el pilar básico que sostiene la totalidad del edificio social”.
Su defensa del trabajo como la principal mediada del valor, aunque limitada, es innovadora y la acusada sensibilidad que demuestra respecto de las clases desfavorecidas queda reflejada en múltiples pasajes de su obra. Profundamente preocupado por las leyes que regulan la presencia de los menesterosos en los espacios públicos no duda en apoyar intervenciones en su favor. En un determinado pasaje -capitulo X- formula un juicio que no puede sino dejarnos confundidos: “Cuando las reglamentaciones son a favor del trabajador y del obrero siempre son justas y equitativas; pero no acontece lo mismo cuando favorecen a los patronos”. Este bosquejo de una teoría de la distribución muestra que las simpatías de Smith no están del lado de gobernantes y terratenientes sino de los asalariados, a los que juzga “explotados”.
Adam Smith fue un filósofo moral en primer lugar, y en segunda instancia- aunque de ello se derivase su mayor notoriedad- un intérprete y organizador del intercambio social. ‘La Riqueza de las Naciones’ contiene su ética política mientras ‘Teoría de los Sentimientos Morales’ –un libro menos conocido pero que Smith siempre reputó superior- descubre su ética personal.
Su mensaje no debería devaluarse ni confundirse: la rebelión general de los mercados es la consecuencia de la contaminación irreparable a la que se han visto sometidos. Restituirlos a su marco natural es la tarea de unas normas justas universalmente aplicadas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)