Lecciones de la crisis
Manfred Nolte
Al rebufo de la reciente subida del tipo de descuento de la Reserva Federal, que prologa el vacilante final de ‘la mayor crisis financiera de todos los tiempos’, en frase de Alan Greenspan, los académicos se afanan en hacer inventario del desastre y fabricar con los restos del naufragio las nuevas tablas de la ley económica.
En particular tres pilares de la política económica practicada durante las últimas décadas, las de ‘la gran moderación’, ofrecen sus caras alternativas en una didáctica renovadora. La primera se refiere al nivel deseable de la inflación. La segunda concierne al déficit fiscal. La última apunta a la política regulatoria.
Comencemos con la primera. Mantener una tasa de inflación baja y estable constituye el mandato primordial de los bancos centrales. Y ello como resultado del juicio de valor - ‘la divina coincidencia’- de que dicha política procura niveles cercanos al PIB potencial, el máximo Producto posible en ausencia de rigideces nominales en el mercado. Para ello, las autoridades monetarias intervienen los tipos de interés a corto plazo a su discreción.
Congruentemente, cuando la crisis golpea en 2008 y provoca el colapso de la demanda agregada, los Bancos centrales redujeron sus tipos directores hasta umbrales cercanos a cero. Tal vez, de haber podido, los hubieran bajado más. Estimaciones basadas en la llamada “regla de Taylor” –que determina las variaciones deseables de los tipos de interés en respuesta a las desviaciones de los objetivos de inflación y PIB -sugieren que, en Estados Unidos, debieran haberse situado entre 3 y 5 puntos porcentuales por debajo de cero, algo evidentemente inasumible.
Una inflación promedio más elevada acompañada de tipos de interés más altos hubiera permitido un mayor recorte de estos, moderando la caída de producción y empleo y amortiguando el brutal deterioro de las posiciones fiscales.
Una nutrida representación de respetados economistas avala esta tesis. Incluso el Investigador-Jefe del FMI, Olivier Blanchard, ha prestado su voz al selecto coro compuesto por Kenneth Rogoff, Greg Mankiw, Scott Sumner, Paul Krugman, Brad DeLong y otros. Todos ellos sostienen que una inflación más alta hubiera supuesto una red protectora para una economía en caída libre.
No se ignoran los problemas asociados a la inflación. La estabilidad de precios tiene rango de conquista histórica. La inflación es un impuesto distorsionante y a menudo regresivo y asimétrico. Y evidentemente, una vez descontrolada, acarrea efectos devastadores a la sociedad. Pero lo que los expertos sugieren es que la política monetaria almacena resortes anticíclicos mas poderosos en un escenario de inflación controlada, a niveles, por ejemplo, del 5% anual, en lugar de los objetivos actuales que se sitúan en un entorno sensiblemente inferior. Sobre todo cuando uno compara las lastimosas alternativas en términos de déficits públicos que ha sido necesario acometer. Con todo, sería interesante conocer la reacción de Bernanke y no digamos de Trichet a esta provocativa proposición.
La segunda lección enlaza con el párrafo anterior. La crisis nos ha enseñado que es vital restituir a la política fiscal todos sus pertrechos estabilizantes y preventivos. El futuro aboga por presupuestos públicos marcadamente beligerantes, de modo que las épocas de bonanza procuren los necesarios colchones presupuestarios que hagan de su utilización neutralizante en épocas de crisis prolongadas una medicina eficaz, sin incurrir en los gravísimos déficits que los países están en este momento obligados a enjugar.
La tercera y última enseñanza alude a la regulación de las finanzas.
Durante las dos últimas décadas la normativa financiera se orientó exclusivamente a controlar la solidez de las instituciones individuales, mediante requerimientos de capitalización, ignorando sus implicaciones macroeconómicas y sistémicas.
El regulador obviamente no advirtió la falacia del planteamiento. El riesgo financiero del sistema supera la agregación de los riegos de las instituciones individuamente consideradas. Buscando su interés y solvencia particulares, los intermediarios financieros pueden socavar colectivamente el sistema. Este es el salto cualitativo que separa la regulación microprudencial de la macroprudencial. A plena luz del día, un apalancamiento desmesurado y una retahíla de productos bancarios explosivos, consignados ‘fuera de balance’, han sorteado impune y masivamente las endebles trincheras microprudenciales. Un inadecuado perímetro de coordinación política propició después el contagio pandémico.
Una crisis global requiere una respuesta global que evite el arbitraje regulatorio. Son necesarias hondas reformas en la arquitectura financiera internacional, que por el momento solo son borradores timoratos, o, como en Estados Unidos, topan con extenuantes procesos parlamentarios.
Además, deben desmantelarse los productos bancarios de escaso o nulo valor social en la línea preconizada por Volcker. Y en cuanto al ‘riesgo moral’, no queremos Bancos ‘demasiado grandes para quebrar’ sino, simplemente, ‘demasiado aburridos para quebrar’.
Contenido
domingo, 28 de febrero de 2010
domingo, 14 de febrero de 2010
Crisis económica y Universidad eficiente. (El Correo 14.02.10)
Crisis económica y Universidad eficiente.
Manfred Nolte
La economía española vive tiempos convulsos. Se la adscribe al club de los ‘PIGS’, que, como es bien sabido, identifica al sacrificado gremio de proveedores del jabugo. Alternativamente integra el equipo de los seis ‘STUPID’ (Spain, Turkey, UK, Portugal, Italy, Dubai). Para Nouriel Roubini, España constituye ‘la amenaza’. ‘Padece cáncer’ según Xavier Sala-I-Marti. Trichet, Blanchard y Strauss Kahn aluden a sus ‘graves problemas’.
En esta mezcla de acoso, descalificación y denuncia, el núcleo argumental se dirige al elevadísimo nivel del déficit público contraído y al peligro inherente de un impago soberano que ,de rechazo, provocaría un contagio en la eurozona de alcance y consecuencias imprevisibles. A diferencia de Grecia, Irlanda y Portugal, la economía española es demasiado grande en términos absolutos para pasar inadvertida, y su enfermedad irrita a los socios centroeuropeos que durante años la han colmado de fondos estructurales .
El diagnóstico establecido por Krugman es el más verosímil y el más lacerante. No es el descuadre presupuestario -voluminoso pero rehabilitador-el que ha desatado la crítica colectiva sino la desconfianza generalizada en que nuestro sistema productivo sea capaz de absorberlo en un plazo razonable. España sufre las consecuencias de un ‘choque asimétrico’ al pertenecer a una unión monetaria sin integración de los mercados fiscales y laborales arrastrando un sostenido déficit de competitividad del que es difícil evadirse.
La adopción del euro en enero de 1999 repercutió en un saneamiento sin precedentes de la economía española, al rebajarse históricamente los costes de la deuda, los tipos de corto dictados por el Banco Central y la tasa de inflación. Todo ello acompañado de un indisimulado alborozo.
Pero salvada la euforia inicial, y sin el salvavidas de las devaluaciones competitivas, la economía ha mantenido en la última década una pauta uniforme de pérdida de competitividad que es la raíz de sus actuales padecimientos. España encabeza el ‘índice de miseria’ de Moody’s. Los informes de la Fundación Heritage, del Banco Mundial o del Foro de Davos abundan en la descripción de una economía que pierde gradualmente escalones de competitividad en relación a Europa y al mundo, de la mano de un mercado de factores de producción escasamente flexible y un sector público poco eficiente y muy caro.
Occidente está saliendo de la recesión a fuerza de oleadas de intervencionismo estatal. Ha sido bueno y necesario. Pero la impagable contribución del Estado convive con notables ineficiencias en la asignación de sus fondos, que es necesario vencer. Tanto más cuanto que, en una coyuntura deprimida, el fisco poco podrá incrementar la recaudación y deberá exprimir al máximo sus recursos de gasto.
Tirando de este hilo, podemos aventurar algunas conclusiones para nuestro entorno educativo cercano.
Me refiero a un cambio urgente en el paradigma del Sistema Educativo Superior, potencial catapulta, a medio plazo, de conocimiento, I+D, y en definitiva de valor añadido en la cadena productiva.
En el nuevo marco de Bolonia, del ‘Espacio Europeo de Educación Superior’, el caso español arroja resultados sorprendentes. En poco mas de una década, los presupuestos de la Universidad Pública se han más que duplicado. Sin embargo la primera universidad española aparece en los ranking mundiales en el puesto 186.
En la Comunidad Autónoma del País Vasco, se da la notable circunstancia de que el coste por alumno a tiempo completo en la Universidad pública duplica al de las Universidades privadas de iniciativa Social. Lamentablemente, este esfuerzo presupuestario, siempre sufragado con los impuestos del contribuyente, no se ha traducido en resultados de mejora de la calidad, si atendemos al desenlace de la convocatoria de ‘Campus de Excelencia Internacional’, donde únicamente la Universidad de Deusto ha logrado superar la cota de la ‘mención’.
No parece razonable que sucesivos gobiernos autonómicos aireen solemnemente la existencia de un ‘Sistema Universitario Vasco’ –algo que suena a homogéneo y transitivo- y solo dispensen a las privadas, y más eficientes, las migajas que se deslizan de la mesa pública.
La financiación de nuestras Universidades precisa de una profunda reforma sustentada en primar la eficiencia sobre otros cánones de universalidad o fijación de precios políticos, que, por otra parte, tienen una perfecta traslación a la universidad privada .
En general, la actuación pública en materias básicas no solo no puede estar reñida con la eficacia, sino que debe alentarla y exhibirla como enseña de actuación. Después de todo, cuando se subsidia excluyentemente un determinado tipo de producción se crean incentivos para la ineficiencia, al erigir un monopolio al abrigo de la competitividad.
Y lo que hace falta de forma urgente es sentar las bases para iniciar una nueva senda de competitividad sostenida.
Manfred Nolte
La economía española vive tiempos convulsos. Se la adscribe al club de los ‘PIGS’, que, como es bien sabido, identifica al sacrificado gremio de proveedores del jabugo. Alternativamente integra el equipo de los seis ‘STUPID’ (Spain, Turkey, UK, Portugal, Italy, Dubai). Para Nouriel Roubini, España constituye ‘la amenaza’. ‘Padece cáncer’ según Xavier Sala-I-Marti. Trichet, Blanchard y Strauss Kahn aluden a sus ‘graves problemas’.
En esta mezcla de acoso, descalificación y denuncia, el núcleo argumental se dirige al elevadísimo nivel del déficit público contraído y al peligro inherente de un impago soberano que ,de rechazo, provocaría un contagio en la eurozona de alcance y consecuencias imprevisibles. A diferencia de Grecia, Irlanda y Portugal, la economía española es demasiado grande en términos absolutos para pasar inadvertida, y su enfermedad irrita a los socios centroeuropeos que durante años la han colmado de fondos estructurales .
El diagnóstico establecido por Krugman es el más verosímil y el más lacerante. No es el descuadre presupuestario -voluminoso pero rehabilitador-el que ha desatado la crítica colectiva sino la desconfianza generalizada en que nuestro sistema productivo sea capaz de absorberlo en un plazo razonable. España sufre las consecuencias de un ‘choque asimétrico’ al pertenecer a una unión monetaria sin integración de los mercados fiscales y laborales arrastrando un sostenido déficit de competitividad del que es difícil evadirse.
La adopción del euro en enero de 1999 repercutió en un saneamiento sin precedentes de la economía española, al rebajarse históricamente los costes de la deuda, los tipos de corto dictados por el Banco Central y la tasa de inflación. Todo ello acompañado de un indisimulado alborozo.
Pero salvada la euforia inicial, y sin el salvavidas de las devaluaciones competitivas, la economía ha mantenido en la última década una pauta uniforme de pérdida de competitividad que es la raíz de sus actuales padecimientos. España encabeza el ‘índice de miseria’ de Moody’s. Los informes de la Fundación Heritage, del Banco Mundial o del Foro de Davos abundan en la descripción de una economía que pierde gradualmente escalones de competitividad en relación a Europa y al mundo, de la mano de un mercado de factores de producción escasamente flexible y un sector público poco eficiente y muy caro.
Occidente está saliendo de la recesión a fuerza de oleadas de intervencionismo estatal. Ha sido bueno y necesario. Pero la impagable contribución del Estado convive con notables ineficiencias en la asignación de sus fondos, que es necesario vencer. Tanto más cuanto que, en una coyuntura deprimida, el fisco poco podrá incrementar la recaudación y deberá exprimir al máximo sus recursos de gasto.
Tirando de este hilo, podemos aventurar algunas conclusiones para nuestro entorno educativo cercano.
Me refiero a un cambio urgente en el paradigma del Sistema Educativo Superior, potencial catapulta, a medio plazo, de conocimiento, I+D, y en definitiva de valor añadido en la cadena productiva.
En el nuevo marco de Bolonia, del ‘Espacio Europeo de Educación Superior’, el caso español arroja resultados sorprendentes. En poco mas de una década, los presupuestos de la Universidad Pública se han más que duplicado. Sin embargo la primera universidad española aparece en los ranking mundiales en el puesto 186.
En la Comunidad Autónoma del País Vasco, se da la notable circunstancia de que el coste por alumno a tiempo completo en la Universidad pública duplica al de las Universidades privadas de iniciativa Social. Lamentablemente, este esfuerzo presupuestario, siempre sufragado con los impuestos del contribuyente, no se ha traducido en resultados de mejora de la calidad, si atendemos al desenlace de la convocatoria de ‘Campus de Excelencia Internacional’, donde únicamente la Universidad de Deusto ha logrado superar la cota de la ‘mención’.
No parece razonable que sucesivos gobiernos autonómicos aireen solemnemente la existencia de un ‘Sistema Universitario Vasco’ –algo que suena a homogéneo y transitivo- y solo dispensen a las privadas, y más eficientes, las migajas que se deslizan de la mesa pública.
La financiación de nuestras Universidades precisa de una profunda reforma sustentada en primar la eficiencia sobre otros cánones de universalidad o fijación de precios políticos, que, por otra parte, tienen una perfecta traslación a la universidad privada .
En general, la actuación pública en materias básicas no solo no puede estar reñida con la eficacia, sino que debe alentarla y exhibirla como enseña de actuación. Después de todo, cuando se subsidia excluyentemente un determinado tipo de producción se crean incentivos para la ineficiencia, al erigir un monopolio al abrigo de la competitividad.
Y lo que hace falta de forma urgente es sentar las bases para iniciar una nueva senda de competitividad sostenida.
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