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sábado, 12 de septiembre de 2009

El Club de la miseria.(El Correo, 12.09.09)

El millardo maldito.

Manfred Nolte

Desde la frialdad de los números el mundo del desarrollo puede representarse por una tarta estadística de seis trozos. Un sexto, predominantemente occidental, vive en la prosperidad, mientras dos tercios componen los países desfavorecidos que progresan lenta aunque consistentemente. El sexto restante, acoge a mil millones de personas en un grupo de 58 países que son incapaces de escapar de la extrema pobreza: es el millardo maldito.

Una abundante literatura teórica sugiere los mecanismos capaces de generar círculos viciosos de penuria y estancamiento. El “efecto umbral” preconizado por Gafor y Zeira (1993) muestra que por debajo de un cierto nivel de renta, la sociedad en cuestión es incapaz de generar las inversiones mínimas necesarias para activar el proceso de crecimiento. Otro dispositivo automático que perpetúa la miseria se relaciona con el riesgo. Como nota Banergee (2000) los vulnerables son más refractarios al riesgo que los ricos porque las pérdidas les hieren de forma más severa.

Pero la pobreza en si misma no puede ser una trampa. De lo contrario todos seguiríamos en la indigencia. ¿Por qué la globalización ha sido incapaz de acelerar el crecimiento de estos países asolados?

Las Instituciones pueden poseer cualidades malignas. Formas persistentes de pobreza encontradas en antiguas colonias europeas son atribuibles según Engerman y Sokoloff (2004) a la escasísima participación de la población autóctona en la organización de los procesos de producción e innovación.

Para Jeffrey Sachs (2005), África puede salvarse con 75 millardos de dólares anuales de ayudas con una adecuada planificación estatal, todo lo contrario de lo que sostiene Dambisa Moyo (2009) quien atribuye a las ayudas externas la causalidad última del estancamiento y del subdesarrollo del hemisferio sur.

Pero ha sido Paul Collier, (2007) quien ha lanzado las hipótesis mas provocativas. Para el Director del Centro de Estudios africanos de la Universidad de Oxford, son cuatro las trampas en las que los países mas desasistidos tienden a caer.

La primera es el conflicto. Tres cuartas partes de esta población han atravesado o atraviesan una guerra civil. Guerras que se extienden durante años con consecuencias económicas desastrosas, siendo la mitad de ellas rebrotes de conflictos anteriores. Para Collier estas contiendas tienen poco que ver con el colonialismo o la disparidad de rentas, y mucho que ver con la alta proporción de jóvenes analfabetos, los desequilibrios entre grupos étnicos y la abundancia de recursos naturales como diamantes o petróleo que son la fuente de financiación de las rebeliones.

Justamente esta característica acoge la segunda trampa. Las rentas de estos recursos no solo favorecen las insurgencias sino que crean graves disfunciones democráticas. Los países pobres ricos en recursos no recaudan impuestos pero por ello mismo tampoco se someten al veredicto del electorado.

La geografía es la tercera trampa, para aquellos países cercados, sin cauces naturales para su comercio exterior, y que dependen de los sistemas de transporte de sus países vecinos muchas veces hostiles o con análogas dificultades a las suyas.

Finalmente la trampa de una mala gobernanza asociada a la corrupción, la medida en que se ejerce el poder público en beneficio privado, esa lacra pavorosa que destruye a un país desde su interior.

Si estas son las causas principales de la extrema pobreza en el mundo: ¿Qué pueden hacer los países ricos por atenuarla o superarla? Hay dos cosas importantes que occidente puede emprender.

Los productos africanos necesitan una protección temporal frente a los competidores asiáticos, mediante una política discriminante de cupos y aranceles. Ello iría unido a una intensificación de estándares internacionales para bloquear el comercio de diamantes que se utiliza para financiar los conflictos militares.

Pero no son estas las más heréticas de las prescripciones de Collier. El británico aboga por intervenciones militares ocasionales en países posconflicto para evitar nuevas recaídas en guerras civiles. Estas provocadoras sugerencias que han sido tachadas de imperialismo filantrópico abren un debate extremadamente delicado, cuando el mundo asiste consternado a la destrucción de Irak o Afganistán. Pero posiblemente haya que considerar también la efectiva intervención en Sierra Leona que acabó con la guerra civil, mientras que la pasividad internacional abocó a Ruanda al genocidio.

No terminan aquí sus recomendaciones. Lo anterior debe conjugarse con una audaz política normativa: leyes que obliguen a los paraísos fiscales a revelar los depósitos de los cleptócratas, o que regulen la explotación de los recursos naturales, preserven la libertad de los medios y prevengan el fraude. Tal vez no se consiga forzar a los gobiernos corruptos a firmar estas convenciones, pero ayudarán a estrechar el cerco creado por visionarios y reformistas.

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