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domingo, 8 de noviembre de 2009

La vida en rosa (El Correo 8.11.09.)

El Producto Nacional (PNB) es la medida de los bienes y servicios finales generados por una economía en un periodo dado. Equivale al valor añadido agregado por todos los estadios de la producción. Dividido por el número de habitantes arroja el producto per capita.

Coincidiendo con el aniversario de la quiebra de Lehman Brothers, Nicolás Sarkozy, que meses atrás había preconizado baldíamente la refundación de Bretton Woods, propuso el derrocamiento del legendario índice. “La religión del número”-denuncia-“es una forma de no hablar nunca de las desigualdades”, para continuar convocando a los líderes mundiales a una “revolución” en la forma de estimar el progreso.

Segundas intenciones aparte, hay que conceder al mandatario galo el beneficio de la coherencia. No en vano, a comienzos de 2008 había auspiciado una “Comisión para la medición del desarrollo humano y del progreso social” copresidida por dos pesos pesados de la economía social, nada menos que los Nóbel Joseph Stiglitz y Amartya Sen, cuyos trabajos se hallan en curso.

La profesión económica lleva lustros preguntándose por la efectividad de un registro que surgió en Estados Unidos para evaluar el éxito de las acciones emprendidas para paliar la gran recesión del 29. Nadie le confirió entonces el carácter de medidor del bienestar.

Como baremo económico, el PNB cuenta con determinados atributos que garantizan su supervivencia. Está exento de juicios de valor, lo que permite una interpretación inequívoca de su significado aunque este sea parcial o incompleto.

En su asimetría se revelan otras de sus bondades. Al desplomarse su valor e incurrir la economía en recesión, el malestar traducido a desempleo y pobreza activa una alerta tan dramática como insustituible. En los países más desasistidos, incrementos del indicador se asocian muy favorablemente a la cobertura de necesidades perentorias.

En estas propiedades descansa su validez relativa.

Por su lado, las críticas son tan antiguas como el propio concepto. A fin de cuentas se trata de una medición de transacciones monetarias, lo que revela sus tres principales deficiencias. La primera que presta poca o ninguna atención a aspectos de distribución y a elementos de la actividad humana para la que no exista mercado ni, en consecuencia, precios relativos. La segunda, que mide flujos productivos y que, por ello, ignora el impacto en las masas de riqueza, en los recursos naturales y en el medio ambiente. Finalmente abstrae de temas tan heterogéneos como la problemática de género o el grado de dispersión y distribución de las rentas.

El PNB no distingue entre actividades provechosas o nefastas para el desempeño económico. La reconstrucción de una gran catástrofe, el tráfico de armas o el trazado de un viaducto de flagrante impacto ambiental se añaden asépticamente a su cálculo. Los atascos de una hora punta aumentan el consumo de gasolina y por tanto el producto global. Pero es a costa de un modelo regresivo que no hace sentirse a los conductores más felices ni más ricos.

Son muchas las reacciones a estas notables carencias. La más emblemática la creación por Naciones Unidas en 1990 del Índice de Desarrollo Humano (IDH) que combina el uso del PNB en términos de paridad de poder adquisitivo con determinados itinerarios de salud, longevidad y ratios básicos de educación. Aunque es una de las pocas que se compila regularmente, tampoco esta guía sintetiza la totalidad de la información del desempeño económico.

En 1992, la “Cumbre de la Tierra” introdujo indicadores determinantes para el seguimiento de la sostenibilidad.

Una incursión orwelliana nos acerca a la “Felicidad Nacional Bruta” (FNB). El término se acuñó en 1972 por el rey de Bután quien, desde niveles de indigencia, se comprometió a reconstruir una economía bajo estándares budistas. Actualmente, un plan quinquenal vigila a través de 72 indicadores el nivel de felicidad de los 700.000 súbditos que componen la nación. Bután, con éxito incierto, hace el número 132 de 182 en el IDH.

En resumidas cuentas, malamente se conseguirá reemplazar al PNB, el viejo índice testigo del rescate mundial tras la gran depresión, aunque su complemento constituya algo más que un deseo elogiable para erigirse en una prioridad que discurra en paralelo al uso de la contabilidad nacional.

Pero no nos hagamos trampas en el solitario. Arrinconado el utilitarismo y los postulados neoclásicos de la “Economía del bienestar”, la felicidad es inmensurable, no admite comparaciones y resulta intransferible.

Edith Piaf la enjauló nostálgicamente en “La vida en rosa”. Fausto, con dudosos retornos, entregó su alma a cambio de ella, pero como noción abstracta seguirá resistiéndose, frágil e insobornable, a la medición de las ciencias sociales

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